Antonio Fontan
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Entregado el Premio de Periodismo Político ANTONIO FONTÁN a D. Juan Claudio de Ramón. (29/10/2018)
El 15 de octubre de 2018 se ha entregado el premio de periodismo ANTONIO FONTÁN a Juan Caludio de Ramón Jacob-Ernest. El acto de la entrega tuvo lugar en el salón de actos de la Fundación Pastor, defendiendo los meritos del premiado D. Javier Gomá Lanzón.


LAUDATIO DE JAVIER GOMÁ

Empecemos por HACERNOS CARGO de lo que está ocurriendo. ¿Qué está pasando aquí esta tarde?:
1.- Se está entregando un premio a un joven ciudadano por los méritos que reúne.
2.- Como suele hacerse en estos casos, se encomienda a un tercero que cuente delante del público un compendio resumido de esos méritos. Es la llamada laudatio.
Pues bien, propongo en mi intervención decir una palabra sobre el sentido del premiar y sobre la función de una laudatio y, en la parte principal, mostrar de qué modo ambas cosas convienen al premiado de hoy.

1.- QUÉ ES PREMIAR
1.1.- Premiar es llamar la atención sobre una persona ejemplar, digna de imitación, para que, por la repetición de su comportamiento, se generalice en la sociedad una COSTUMBRE, una buena costumbre que haga a la sociedad mejor.
Max Weber, como es muy bien sabido, dibujó una triple fuente de legitimidad: carisma, costumbre y ley.

Joaquín Costa llamó a la ley «propuesta de costumbre» y con ello estaba sugiriendo que el legislador prudente es aquel que, consciente de su importante función pedagógica, sólo promueve leyes capaces de suscitar en la ciudadanía un hábito de corroboración. No sólo su cumplimiento social: es que en realidad toda ley y toda constitución y todo ordenamiento en su conjunto descansa enteramente sobre UN LECHO DE BUENAS COSTUMBRES.

¿Y qué son las costumbres? Imitaciones colectivas de un modelo. ¿Y qué son las BUENAS costumbres? Las imitaciones de un modelo ejemplar y carismático que invita a convivir, a la concordia, a la civilizada vida en común.
1.2.- De manera que la ley nos lleva a la costumbre, pero la costumbre nos ha llevado al modelo, ejemplar y carismático. Al carisma, en suma. El carisma se define como una fuerza innovadora, reformadora y extracotidiana, capaz de engendrar nuevas costumbres. En efecto, sólo determinados comportamientos ejemplares y modélicos, por la seducción que siempre posee lo excelente, concentra la energía carismática necesaria para (removiendo las resistencias) innovar socialmente.
Esos modelos ejemplares, que generan buenas costumbres, son, pues, el motor del progreso moral de las sociedades.
La sociedad premia conductas ejemplares para invitar a la imitación del modelo porque, al hacerlo, estimula la propia mejora social. En el fondo, se dice a sí misma: la sociedad sería mejor, más virtuosa, más cívica, si todo el mundo fuera como el premiado, si todo el mundo siguiera su ejemplo, SI SE CREASE UNA BUENA COSTUMBRE
1.3.- Una conclusión podemos sentar: todo premio incluye una exhortación. Suelo referirme a ello diciendo que el PREMIO APREMIA.
Se premia a UNO y al mismo tiempo se apremia a TODOS a repetir el ejemplo del premiado.
Un acto de entrega de premios tiene, pues, algo de HONOR Y RECONOCIMIENTO para uno y algo de EXHORTACIÓN MORAL a todos a engendrar una costumbre.
Por lo primero, damos la ENHORABUENA. Por lo segundo, HACEMOS EXAMEN DE CONCIENCIA y nos proponemos reformar nuestra vida.





2.- QUÉ ES UNA LAUDATIO
Es un discurso.
Dice Aristóteles en su Retórica que atendiendo al pragma (asunto) del discurso existen tres géneros oratorios: 1) género deliberativo: discurso, formulado como consejo o disuasión, sobre lo conveniente o perjudicial para el futuro; 2) género judicial: discurso, formulado como defensa o acusación, sobre lo justo o injusto de algunos hechos litigiosos del pasado. Y 3) género epidíctico: discurso, formulado como elogio o censura, sobre la belleza o vergüenza de algún héroe o personaje celebrado del presente.
A nosotros hoy nos interesa el tercer discurso: el epidíctico, para ensalzar debidamente, conforme a las reglas del arte, la virtud de nuestro héroe: Juan Claudio de Ramón.
El Libro I de Retórica desarrolla el estudio de los tres géneros. En cuanto a la oratoria epidíctica, dice Aristóteles que se entiende por bella –y digna de elogio- la virtud, la cual a su vez es definida como la facultad de producir bienes y de procurar grandes servicios.

Hay tres formar de ensalzar la belleza del héroe, según Aristóteles. Es una escala de creciente belleza.
Está en primer lugar el encomio, una narración de obras concretas: “hacemos encomio de quienes han realizado alguna acción. Las obras, por su parte, son signos de los modos de ser, por lo que incluso podríamos elogiar al que ninguna ha hecho, si estuviéramos persuadidos de que es capaz de hacerlas". Este concepto ya sugiere lo que sigue:
En segundo lugar, el Elogio, que es un discurso que pone ante los ojos la grandeza de una virtud en general.
Finalmente, la bendición y la felicitación. En sus Éticas dice que la felicitación y la bendición –que implica elogio y encomio- se refieren al “cumplimiento absoluto de un fin” y se reservan a “los dioses y los más divinos de los hombres”.

Así que, con el permiso de Juan Claudio y la conformidad de los asistentes, dejaremos la bendición para otro día y nos centraremos en el encomio y elogio del premiado.


3.- EL PREMIADO

3.1. Se trata ahora de elaborar un discurso –breve, para no asumir un protagonismo excesivo ni siquiera con la coartada de la lisonja- que enaltezca la virtud de Juan Claudio. Tendrá por fuerza algo de encomio, que narren obras concretas. Pero algunas de esas obras podrán ser signos de un “modo de ser” que prometan más obras en el futuro, todavía sin ejecutar. “El modo de ser” es quizá otra manera de llamar la virtud en general, Y la virtud merece, lo hemos visto, el elogio.
3.2. ENCOMIO de obras.
Sus obras son familiares, profesionales y literarias. Dejemos las dos primeras para después.

Centrándonos en las literarias, el premiado lleva mandando a periódicos y revistas artículos de opinión que le han granjeado fama de pensador culto, sutil, informado, con una intensa conciencia cívica.

Pero entonces llegó el proceso separatista catalán y nuestro héroe sintió que sus fuerzas debían concentrarse. La vida le había hecho contemporáneo de la mayor prueba que había de pasar la Constitución de 1978, una Constitución que quienes conocen la historia saben que representa la mayoría de edad de España como país moderno. Casi la totalidad de sus artículos desde entonces versan de una manera o de otra sobre ese tema. Ha dado conferencias, ha tenido celebradas intervenciones públicas (la de Barcelona hace un año puede consultarse en Youtube) y, en los últimos meses, demostrando con ello una fertilidad intelectual envidiable, ha colaborado en varios libros colectivos e incluso ha promovido él mismo otros libros. Siempre con el mismo objetivo de contemplar el conflicto desde una perspectiva civilizada. Son testimonio de ello los títulos Anatomía del Procés, La España de Abel o Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña.

No sólo se trata de publicar para dar a conocer sus ideas. Publica porque Juan Claudio entiende -y yo pienso que tiene razón- que la tarea ética hoy pendiente en España es precisamente la creación de un discurso público sobre España, crear una opinión pública inteligente y culta sobre la realidad de España.

Argumenta Juan Claudio que España ha sido un Estado temprano, suele decirse que el primero de Europa con los RRCC, pero además ha sido también una nación étnica fuerte, con religión, cultura y lengua propios, signos que identifican normalmente una nación. Pues bien, después de la Constitución de 1978 España sigue siendo un Estado sólido, pero, ay, una nación débil. Es una observación muy pertinente. El Estado español es más fuerte y próspero que hace cuarenta años, el Estado se ha modernizado, sí, pero se ha desnacionalizado mientras que entre tanto se han nacionalizado proyectos regionales centrífugos.

La nación es ese sentimiento de pertenencia a una casa común que justifique, por ejemplo, que dejemos que parte de nuestra riqueza se distribuya vía impuestos a favor de otros a los que no conocemos de nada. ¿Por qué nos dejamos? Porque somos lo mismo, somos de lo mismo, lo nuestro, nuestro demos, la misma comunidad nacional.

Cierto antifranquismo y los nacionalismos regionales han vaciado de contenido el concepto de nación española. Juan Claudio sostiene que el bien más necesario hoy no es una reforma de la Constitución -plano jurídico- sino la construcción de un discurso nacional -plano real y moral-, algo así como la creación de un universo simbólico formado por conceptos, sentimientos y costumbres que cohesionan la comunidad a la que pertenecemos. Una autoconciencia. Se trata, en fin, de recuperar una nación fuerte al lado de un Estado fuerte, una nación, eso sí, no en esa primera acepción romántica, étnica, excluyente, que nos muestra la Historia, sino en su segunda fase, civilizada, integradora, que incluye la tradición común que heredamos y admite de buena gana el cosmopolitismo. De hecho, Juan Claudio cita al común amigo José Areilza para recalcar que hoy España es más un Estado miembro de la Unión que un Estado nación en el sentido más etnicista.

Dice Aristóteles que “a los hombres que más se honra son a los justos y los valientes” porque son virtudes útiles a los demás. Y resulta que JClaudio ha descollado precisamente esas dos virtudes: la justicia y la valentía. No sólo propone soluciones justas y audaces sino que practica con desenvoltura las soluciones que pregona y, además de señalar la necesidad de un discurso nacional, la llena y satisface contribuyendo él mismo y con rara lucidez a la construcción de ese discurso. Eso son obras, señores, obras sazonadas y tangibles, obras de virtud y belleza que merecen sobradamente nuestro encomio. Pero hay también razones para el elogio. Veámoslo.

3.3. ELOGIO de modo de ser y virtud en general.
El alma de alguien no es una señora que uno pueda encontrarse por la calle. Sólo tenemos noticia de ella indirectamente, a través de las obras sensibles que llevan su impronta.

Juan Claudio es una persona joven: nació en 1982. Es cierto que no faltan precedentes que a veces nos presionan: murió Alejandro Magno con 33 después de haber conquistado la India. Juan Claudio no ha conquistado todavía la India y ya ha cumplido 36. Pero ha conquistado nuestro respeto porque ha dado al mundo obras de virtud y belleza, signos indirectos y sensibles de lo que Schiller llamaría un alma bella, una personalidad armónica que concilia las diferentes facetas de la existencia y añade al cóctel unas gotas de ansiedad, tan importantes para ese extrañamiento y ese inconformismo que hacen progresar las cosas.

Antes aludí a sus obras profesionales y familiares. Todo hombre pasa del estadio estético de la vida (infancia y juventud) a su mayoría de edad del estadio ético a través de una doble especialización que le procura la plenitud de su individualidad. Conforme a esa doble especialización, escoge una persona con la que fundar una casa; escoge una profesión con la que ganarse la vida. Estas dos especializaciones le constituyen como individuo y le confieren la condición de ciudadano de pleno derecho. Y suelen ser ocasión (vía procesos de producción y reproducción) de obras profesionales y de esas obras familiares que son los hijos.

En el caso del premiado, su proceso de socialización, después de una infancia y adolescencia afortunada, ha sido también bendecido por la fortuna, porque casó con una mujer que es su buena suerte, según él declara, y de la unión han nacido dos maravillosas niñas, que son bendiciones andantes. En el lado profesional, es licenciado en derecho y filosofía y aprobó las oposiciones al cuerpo diplomático. Y en estos años ha ejercido como funcionario sirviendo en las embajadas de España en Canadá y ahora en Italia.

Esta cuidado de los menesteres familiares y profesionales sin alharacas ni estridencias, esa lealtad callada a la casa y el oficio libremente elegidos, esa defensa de la posición ganada -como Sócrates, que presumió de no haber cedido nunca la posición en el campo de batalla y no haber abandonado el escudo jamás- conforman una normalidad axiológica, en el orden de valores, una normalidad que paradójicamente es una rareza en el orden estadístico, quiero decir que es poco frecuente. Vivir la vida es un arte al alcance de todos, no reservado a unos pocos, pero exige una sensatez, una constancia, una perseverancia, una paciencia que rehúye atajos y fantasías, una monotonía que se sacude tentaciones de vértigo y ebriedad en favor de la obra lenta y amorosa, y todas estas prendas del auténtico artista de la vida son a la larga raras, porque muchos, tarde o temprano, se desvían del ancho cauce.

Marido, padre, servidor del Estado: Juan Claudio contempla las obras en estos dominios como una combinación de deber cumplido y de buena suerte. La conciencia de la buena fortuna llena su ánimo de gratitud, una disposición muy sabia que caracteriza su instalación en el mundo y que tanto contrasta con el amargo resentimiento que arrastran otros muchos.

Pero por si la doble especialización no fuera suficiente, por su cuenta ha añadido a sus hombros una nueva especialización, la tercera: el gravamen personalísimo de la vocación. En su caso, algún lugar entre el pensamiento y la acción, una acción meditada, una meditación activa, que ya ha rendido sus buenos y sabrosos frutos también. De su paso por la Embajada de España en Canadá acaba de salir de las prensas un hermoso volumen bajo su firma titulado Canadiana. Lo he recibido esta mañana y sólo he podido distraer unos minutos para abrirlo y pasar sus páginas. Lo suficiente para decir que se trata de una obra mayor, de largo aliento, que aprovecha las vivencias personales, la experiencia profesional y el estudio del país donde ha residido varios años para trazar una inteligente y amena semblanza de Canadá, ese gran desconocido, que incluye lecciones útiles para nuestro país a propósito del concepto de nación.

La vida de un hombre mientras avanza oscila entre promesa y cumplimiento. Siendo ya muchos los servicios que Juan Claudio ya ha prestado en todos los terrenos, me atrevo a aventurar que su personalidad es de esas que florecen en la madurez de los cuarenta o cincuenta. Hay otros que experimentan lo que los griegos llamaban acmé y los latinos floruit -la culminación o coronamiento de su persona- en la juventud. Peor para ellos, porque una vez pasada -y pasa muy rápido- contemplarán el resto de su vida como una interminable decadencia. No es el caso de nuestro premiado: presiento que su florecimiento vendrá en los próximos veinte años. Si no resulta demasiado osado afirmarlo, al día de hoy evidencia más talento que obra, lo que, si la vida le sigue siendo propicia, augura grandes y suculentos frutos en el futuro, pues posee un modo de ser -en expresión de Aristóteles- saturado de dones latentes que nos hace confiar en ese pronóstico





3.4.- APREMIO.
Y nosotros, los testigos del premio, ¿qué hacemos? El ejemplo del premiado ha de servirnos de estímulo: he aquí el apremio del premio.

El premiado nos invita a repetir las obras que han sido encomiadas y a imitar esa virtud general que hemos elogiado. Son posibles, como demuestra su precedente, y son excelentes. ¿Por qué no imitarlas? Si se generalizase a la sociedad su compromiso con la utilidad pública, si se difundiera en forma de costumbre cívica su contribución a la creación de un discurso nacional, la belleza de sus obras en la casa y el oficio, esa moderación creadora tan suya, esa fuerza liberadora que procede de la sabia autolimitación, nuestra sociedad sería más civilizada y mejor, más fácil la concordia entre los ciudadanos.

No sólo es la hora de la celebración, también del examen de conciencia. Nada nuevo. Ya se sabe que el buen ejemplo genera mala conciencia.


4.- FINAL
Una coda final. En una perspectiva moral, lo más importante no es que le den a uno un premio. Hay algo todavía mucho más importante que recibir un premio. Ese algo superior es: ser DIGNO de que te lo den, aunque luego no te lo den. Ya lo dijo en verso, en 1613, el autor de la gran Epístola Moral a Fabio:
“Aquel entre los héroes es contado
Que el premio mereció, no quien lo alcanza”.

Lo mejor que puedo decir de Juan Claudio de Ramón es que, aunque no necesita que le premien, lo merece. Enhorabuena, querido Juan Claudio.
Y muchas gracias a todos por su atención.







ANEXO. Retórica de Aristóteles.
“Asimismo son bellas todas las que de suyo corresponden más a después de la muerte que al periodo de la vida, y que las que se hacen mientras se está vivo se hacen más por causa de uno mismo”
“La victoria y la fama se cuentan también entre las cosas bellas, ya que, aun en los casos en que no producen ningún fruto, son dignas de elegirse y testimonian una superioridad de virtud. Como, asimismo, las cosas memorables –y más cuanto más lo sean-, las que sobreviven a la muerte de uno, las que generan fama, las que son fuera de lo común y las que pertenecen a uno en exclusividad son más bellas por cuanto son más merecedoras de un buen recuerdo”.




DISCURSO DEL PREMIADO

ENTREGA PREMIO ANTONIO FONTÁN
Lunes 15 de octubre 2018




Gracias Javier y gracias a todos por haber venido esta noche.

Gracias, por descontado, a los patronos de la Fundación Antonio Fontán. Lo cierto es que no puedo hacerme la ilusión de parecerme mucho a los nombres que me anteceden en la orla de este premio: Ignacio Camacho, Javier Gomá, Valentí Puig, Mario Vargas Llosa, Esperanza Aguirre y José María Areilza. Son hombres y mujeres que me aventajan tanto en mérito literario o político, en espesor profesional o de obra, que una comparación con mi persona resulta excesiva. A no ser, a no ser, que el premio se me esté dando no por lo hecho ya, que es poco, sino por lo que me queda por hacer, o por decirlo más atinada y cuidadosamente, por lo que entiendo que de ahora en adelante se me exige hacer. Me tomo el premio así, como un apremio, como bien ha dicho Javier, jugando con las palabras con la intención didáctica que caracteriza todo lo que escribe o dice.

No me resisto, por cierto, y no creo que vaya contra el protocolo, a hacer yo también un breve elogio de quien tan amablemente me ha introducido al auditorio. Todos sabemos que Javier ha hecho de la idea de ejemplaridad la clave de bóveda de su discurso filosófico. Me parece igualmente obvio, aunque quizá se pase más por alto, que él mismo se ha convertido en un ejemplo. De muchas cosas, pero para mí de una principal: de intelectual público volcado en la mejora a través de la palabra de su comunidad política, como lo fue en tiempos Antonio Fontán, cuya memoria invocamos. En relación a Javier, contaré una anécdota que quizá también diga algo de mi persona. Y es que antes de conocernos, caminaba yo un día por San Lorenzo de El Escorial y entré, como es mi costumbre aprendida miméticamente de mi padre, en la librería del pueblo, en la librería Arias Montano. Repasando las novedades, me fijé en un libro bastante voluminoso llamado «Imitación y Experiencia», de un tal Javier Gomá. Lo abrí y leí en la solapa que el autor era Letrado del Consejo de Estado y además director de la Fundación Juan March. Inmediatamente pensé, no solamente que esos dos eran los dos trabajos más apetecibles del mundo, sino que además escribir un libro de la espesura de aquel, era también algo que yo quería hacer (y que todavía no hecho, por cierto). De modo que allí, ya mismo, brotó en mí un deseo de emulación, que sigue vivo hoy.

Este premio se me concede por un artículo llamado «El paradigma Ortega-Cambó». Un articulo, publicado en El País en 2017 que fue bien recibido. Agradezco la presencia entre el publico, por cierto, de Jose Manuel Calvo, el entonces director de opinión que dio el imprimatur, y sin el cual, obviamente, yo no estaría aquí hoy. Aunque ahora cambiaría alguna palabra (por ejemplo, el título, porque la palabra «paradigma» es innecesariamente pedante y hubiera bastado con decir «doctrina») lo que dije allí lo mantengo hoy: que la crisis territorial española nos obliga a llevar a la casa de empeños un perdurable equilibrio de la cultura política de la Transición, como es la manera que han tenido los gobiernos centrales del país de tratar con los nacionalismos subestatales. Ese equilibrio es la práctica del gobierno central de comprar la frágil lealtad de los nacionalismos vasco y catalán, otorgándoles cuotas de poder crecientes que se traducen en una retirada del Estado en sus comunidades. Lo llamo Ortega-Cambó, porque de Ortega toma la derrotista idea de que el problema catalán no tiene solución (solo puede conllevarse), y de Cambó la tesis de que conviene que Cataluña sea gobernada siempre por nacionalistas, o, por lo menos, por catalanistas, si es que estos dos términos no pueden ser inter-cambiables.

En fin, esta es la tesis del artículo premiado y me parecía adecuado recordarla. Pero si me lo permiten, me gustaría hablar de otra cosa. En primer lugar, de mis emociones al recibir este premio. Domina la perplejidad. No tanto por su concesión, que también, sino porque, inducido a mirar hacia atrás y hacer recapitulación de lo que ha sido mi vida hasta ahora, no consigo terminar de creerme mi suerte. Mirando alrededor, la miseria lejana y el infortunio cercano, es fácil llegar a la conclusión de que no hay vida sencilla, y sin embargo la mía lo parece un poco más que casi todas las otras que conozco. La tantas veces tiránica diosa fortuna ha sido arbitraria conmigo para bien: dándome más felicidad y oportunidades de las que me hubieran debido corresponder, generando un excedente vital del que me esfuerzo en ser consciente y no malbaratar. El resentimiento, la amarga creencia de que la vida nos debe algo, y que está lejos de ser un sentimiento injustificado en muchas personas, es algo que desconozco. De hecho, me pregunto a veces cual sería la palabra en lengua española, para designar el estado contrario, porque esa sería la palabra que definiría mi vida hasta hoy.

Como la suerte es algo que no por definición no sabemos explicar de manera racional, es normal que la palabra que me venga a la mente pertenezca al ámbito religioso. Pienso por ejemplo, en la palabra bendición. La bendición de haber nacido en una familia en la que el duro trabajo de mis padres nos proveyó a mis queridos hermanos y a mi, desde la misma cuna, de una casa de paredes acolchadas donde crecer sanos y despreocupados de cualquier necesidad material. Una casa, además, interesada por la cultura y con una inmensa biblioteca, circunstancia más decisiva de lo que uno pueda creer.

La bendición de haber nacido sin ningún talento especial, pero con una gran capacidad de estudio, que me ha permitido hasta ahora superar exámenes sin graves dificultades. La bendición, sobre todo, de que el destino cruzase mi camino con Magda, la mujer extraordinaria que puso fin a la fase melancólica e improductiva de mi juventud, y gracias a la cual dio comienzo la fase productiva y un poco menos melancólica de mi vida, pero sin duda mucho más serena y apaciguada. La bendición de tener dos hijos estupendos que crecen sanos y felices en el país de la pasta, la pizza y el gelato. La bendición, en fin, de que los azarientos caminos de la carrera diplomática, pues al principio de esta carrera todo tiene mucho de aleatorio, me hayan llevado a vivir en dos países tan singulares y formidables como son Canadá e Italia. Como tengo un poco de angustia por naturaleza, y llevo en mí la pasión por la ecuanimidad, temo que tanta buena estrella antes de los cuarenta esté consumiendo un crédito que antes o después se agote. Pero si algún la diosa fortuna reparte peores cartas, lo tomaré con deportividad y sé que estaré bien acompañado para afrontarla la situación.

Hay otra bendición en mi vida de la que no he hablado. Con ella terminaré estas palabras. Es la fortuna de haber nacido en España. Pero no en cualquier España, sino en la España de 1978 que nos legaron personas extraordinarias como Antonio Fontán, a la que pudo poner literal y figuradamente su firma. Quizá recuerden el famoso verso de un bello poema de Luis Cernuda, donde se decía a sí mismo, pensando en España, bien está que fuera tu tierra. Pues bien, si esto lo pudo decir un poeta exiliado que conoció guerra y destierro, qué no voy a decir yo de esta España en la que he crecido, tolerante, libre, próspera.

Y sin embargo, dividida y amenazada de ruptura. Una constante en lo que escribo ha sido la preocupación por España. A menudo, me he sentido un poco ridículo mostrando tanta consternación por lo que ocurría. Porque ni siquiera en mí, un diplomático español, el patriotismo resulta una postura cómoda. Ya los teóricos políticos del siglo XIX, de Herder a Tocqueville pasando por Constant, observaron que nuestra época sería refractaria al patriotismo; nuestros Estados son, por lo general, maquinarias administrativas bien engrasadas que nos permiten, y hasta nos invitan, a retirarnos al mundo de nuestros problemas y placeres privados. Salir de esa inercia para afrontar el riesgo de ruptura de la comunidad libre a la que pertenecemos no está en nuestros impulsos primarios, y al adoptarlos, lo hacemos un poco a rastras y como en escorzo, porque sabemos que si nos excedemos con la dosis caeremos en el ridículo y en la parafernalia del nacionalismo, que es algo muy distinto al patriotismo.

Me he movido siempre en ese alambre, en esa tensión, dándome a la tarea de renovar de manera serena y reflexiva un vocabulario político para una España cívica y plural, sin el cual creo que estamos, a medio plazo, abocados a la ruptura etnolingüística del Estado. Seria ese un desenlace que me dolería mucho y complicaría mi vida, de modo que he sumado mis esfuerzos a los de muchos otros para evitar que pase.

Para ello he tenido que reflexionar yo mismo sobre lo que significa ser español, porque mi formación filosófica me exige no ir a ningún campo de batalla en defensa de una idea que no sea clara y distinta. Y he llegado a la conclusión de que ser español es ser dos cosas, ciudadano y heredero. Ciudadano de un Estado democrático y libre, y heredero de una vastísima tradición cultural de la que disfrutar. Esto vale, supongo, para cualquier país, porque al fin y al cabo, el valor neto de todo país resulta de la suma de lo que vale su ciudadanía y lo que vale su tradición heredable. Algunos países tienen una herencia maravillosa, inagotable y cautivadora, pero una ciudadanía precaria en derechos y de escaso atractivo. Al contrario, hay países con una ciudadanía potente y prestigiada, pero con una tradición modesta en cuanto a volumen y recursos. Siendo como soy diplomático, estoy seguro de que me disculparán si me dispenso a mí mismo de dar ejemplos.

El caso es que España puntúa de modo elevado en ambas escalas: provee de la ciudadanía de un Estado que según todos los parámetros objetivos es una de las mejores democracias del mundo y uno de los espacios de libertad y bienestar más garantistas del planeta. Al mismo tiempo, posee una tradición vasta y profunda, no diré la más vasta y profunda, pero sí creo que una de las más pródigas del muestrario de la cultura universal. Una tradición ancha que permite a los españoles combinar los recursos de hasta cuatro niveles de identidad o pertenencia: el propio de nuestra región o nacionalidad histórica, el común español, el europeo y el americano.

Ambas partes del binomio ciudadanía y herencia, son necesarias. Si una de ellas se descuida, sucede como al motor al que le falta una biela o a la barca que solo tiene un remo. Ambas, ciudadanía y herencia, están hoy asediadas; por el movimiento antiliberal del nacionalpopulismo, la primera; por una maliciosa ignorancia, la segunda. Y las dos por la tentación secesionista que pretende trocearlas haciéndonos más pobres de lo que ahora somos. Como al final la ciudadanía democrática es parte de la herencia recibida, podemos decir sin más que la herencia que nos dejó la generación de Antonio Fontán está en riesgo. Al recibir este premio, recibo también ese legado y la manda que incluye, que es el de cuidado y mejora y transmisión a nuestros hijos y nietos.
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